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sábado, 19 de enero de 2013

Confusión y sorpresa con "El caballo de Turín"

 

"El caballo de Turín" no es una película alegre. Vi "El caballo de Turín" desde un punto de vista totalmente diferente a como la interpreta, según he leído después, su propio director y otros intelectuales. Durante las dos horas y algo que dura el metraje estaba convencido de que aquel mundo retratado: la casa solitaria en mitad de una tormenta, un viejo cochero y su hija que apenas intercambian unas frases, un caballo que se niega a comer y tirar del carro, todo aquel mundo era el camino que una mente enferma recorría a la locura. Yo veía clara todas las señales y pensaba que era maravilloso que los directores y guionistas hubiesen convertido, como en una especie de transustanciación que se hubiese producido en aquel abrazo, la mente de Friedrich Nietzsche en la vida de aquel cochero y aquel caballo. Las señales eran: el caballo se paraba y el mundo quedaba reducido a un pequeño ámbito, la actividad se reducía, de repente un vecino llegaba y soltaba un discurso loco con visiones conspiratorias, el alcohol cada vez es más importante, el caballo se niega a comer, unos gitanos alteran la rutina y estalla la violencia, el pozo se seca, hay un intento de huida de la casa pero el regreso es inmediato, el mundo se queda sin luz y sin calor. Y todo esto acompañado del viento duro e insistente de un páramo y una banda sonora recurrente hasta el infinito. Y así dos horas y veintiséis minutos. La soledad, la locura, la oscuridad. Lo veía claro.

Al terminar la película vi algún comentario de los directores y alguna crítica. Me sorprendí mucho. Por ejemplo, Rafael Argullol, al que admiro sinceramente y del que, por cortesía de Ignacio F. Garmendia vía postal, tengo aquí pendiente "El fin de mundo como obra de arte", decía Argullol que el discurso que yo había considerado de un demente o un pirómano ideológico de la peor calaña totalitaria, esa que ve conspiraciones universales contra los nobles y puros, le parecía esto:
"En el centro de la película hay un monólogo potente y apocalíptico a cargo de un extraño visitante que aparece y desaparece sin dejar rastro, un monólogo destinado a permanecer como una perla ardiente en la historia del cine. Quien encadena cinco minutos de palabras terribles habla como Zaratrusta, y lo que dice también es propio de Zaratrusta: la nobleza ha muerto porque los depredadores se han apoderado de todo, incluidos nuestros sueños.
Durante todo el día de hoy, imágenes de la película han aparecido como sonámbulos mientras paseaba por la ciudad helada. El Spree y los jardines aparecían en blanco y negro y, sin embargo,  me iba reafirmando en mi teoría, algo que, aunque nadie lo crea, coincidió con la salida de sol tras las nubes. Otra señal, si es que eso sirve de algo.

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